Por Edgardo Cozarinsky
Para LA NACION
PARIS
La Oxford University Press publica este mes Le Grand Tango: The Life and Music of Astor Piazzolla , volumen de 384 páginas cuyos autores son la antropóloga María Susana Azzi y el historiador especializado en culturas hispánicas Simon Collier. Esta aparición confirma un fenómeno notorio: desde la muerte del compositor, en 1992, su presencia no ha cesado de crecer, ya en las reediciones de CD hoy disponibles en cualquier comercio de París, Nueva York o Tokio, ya en las nuevas versiones de su obra propuestas por músicos de formación “clásica”: Yo-Yo Ma, Daniel Barenboim, Emmanuel Ax y, el ejemplo más variado y original, Gidon Kremer.
Hace más de un lustro que el violinista letón creó el cuarteto Astor para interpretar la música de Piazzolla y hace un par de años que continúa esa tarea con la KremerATA Báltica, agrupación en la que Kremer ha sumado músicos en su mayoría escandinavos y bálticos a los solistas originales del cuarteto: el bandoneonista noruego Per-Arne Glorvigen, el pianista ruso Vadim Sakharov, el contrabajista austríaco Alois Posch. El título Le Gran Tango es el de una pieza elegida por Kremer para coronar su primer CD de homenaje a Piazzolla, en un arreglo de Sofia Gubaidulina, la compositora rusa prohibida en tiempos de la Unión Soviética porque su obra exhibía la influencia de Webern…
El compositor argentino capaz de suscitar tanta devoción fervorosa e inteligente entre músicos lejanos por su origen y tradición es un caso único en la música contemporánea. El Piazzolla que emerge del estudio de Azzi y Collier es un individuo difícil, como todo creador convencido del valor de lo que quiere imponer a un público no preparado para ello, sujeto a raptos alternados de afecto y desapego por esa Argentina que sucesivamente lo combatió, lo aduló y lo dio por ganado.
La infancia en el Lower East Side de Nueva York y la juventud porteña entre arreglos para Aníbal Troilo y clases con Alberto Ginastera lo habían conducido a ese año decisivo en París, 1954-1955, cuando la legendaria profesora de composición Nadia Boulanger lo instó a buscar en el tango sus fuentes más auténticas de inspiración. El itinerario de Piazzolla aparece como una serie de exilios y regresos, manifiestos agresivos (el “decálogo” contemporáneo de la formación del Octeto Buenos Aires) y aceptación del papel de disidente (con el Quinteto Nuevo Tango), exabruptos y malentendidos en la relación con colegas y autodesignados “académicos” del tango. También, como una entrega total a su concepción de la música, al camino que había elegido recorrer.
Primeras intuiciones
Hubo una noche histórica, a principios de los años 40, en que la orquesta de Troilo, en los carnavales de Boca Juniors, atacó el arreglo de Inspiración realizado por su joven bandoneonista çstor Piazzolla. Parte del público dejó de bailar y abandonó la pista. Otros se acercaron a los músicos para escuchar con atención. (Más tarde, Pichuco le pediría a Dedé, la primera mujer de Piazzolla: “Paralo, por favor, me va a convertir la orquesta en una sinfónica”.) Tal vez fue ése el momento de una precoz revelación para el casi debutante: su música futura sería tango para escuchar, y con los años, con la independencia conquistada a precio muy alto, al profundizar sus primeras intuiciones, alcanzó a destilar una quintaesencia del tango, a la vez reconocible y renacido a una vida nueva.
Kremer ha afirmado reiteradamente que la música de Piazzolla es única por su capacidad de ignorar las fronteras entre música “culta” y “popular”. A la vez sentimental y sofisticada, es la obra de un músico evidentemente cultivado que, caso único en la segunda mitad del siglo XX, no compuso “música para compositores” y fue capaz de suscitar emociones profundas en los públicos más diversos. Esta observación no disipa, sin embargo, el misterio de esa serie incesante de círculos concéntricos que, a partir de las 5 Tango Sensations grabadas por Piazzolla con el Kronos Quartet en 1991, no han dejado de expandirse después de su muerte: su música sigue conquistando nuevos solistas, nuevos territorios.
Borges, que había citado entre los aciertos de Oscar Wilde su intuición de que “la música nos revela un pasado desconocido y acaso real”, iba a escribir en un poema tardío que ” el tango crea un turbio/ pasado irreal que de algún modo es cierto”. Ese pasado era, para él, una saga de guapos y duelos a cuchillo en un arrabal a la vez próximo y prohibido, soñado de niño desde la “biblioteca de casi infinitos libros ingleses” en la casa paterna de Palermo. Ese universo, ya difunto en 1930 cuando lo evoca en Evaristo Carriego , estaba sepultado en los años 60, cuando empieza a resucitarlo en letras de milongas y poemas.
El tiempo perdido de cada individuo no puede sino ser diferente de todos los demás y sin embargo la experiencia de perder lo que se ha amado, la mera traición del tiempo, es común a todos los hombres. El pasado que el tango devolvía a Borges es solamente suyo, pero esa música de tango (a la que el poeta prefería la milonga, baile antes que canción, libre de la influencia italianizante que detestaba) parece devolvernos a todos lo querido y perdido.
La música de Piazzolla, meditativa, interior, donde hasta las cadencias bailables se subliman en contrapuntos y fugas sin abandonar una intensidad emocional y una riqueza melódica (que este oyente siente como profundamente, espléndidamente italianas dentro del melting pot porteño), es el vehículo perfecto para la busca individual del tiempo perdido: música que se escucha a solas aunque se esté acompañado, música que sabe hablar al ruso, al japonés, al letón, al noruego, de algo que sólo ellos han vivido, algo secreto y precioso y perdido para siempre.
El autor es un escritor y cineasta argentino radicado en Francia.
LA NACION | 19.07.2000 | Página | Opinión