LA NACION LINE | 21.04.02 | Revista
El próximo 4 de julio se cumplirá una década de la muerte del gran renovador de la música porteña. Mientras su obra se vuelve más universal que nunca, una nueva y completa biografía acaba de aparecer en la Argentina
Con su última mujer, Laura Escalada. La serenidad contrasta con la intensa vida del gran músico
Entre las hoy escasas felicidades de los argentinos, la música de Piazzolla ocupa un lugar singular. Durante años, fue atacada por ultramontanos y amada por fieles seguidores. Una década después de la muerte de su creador, parece más vigente y universal que nunca. Una nueva y rigurosa biografía, Astor Piazzolla, su vida y su música, de María Susana Azzi y Simon Collier, viene a sumarse a los libros ya existentes sobre el autor de Adiós Nonino. A continuación, repoducimos dos pasajes del libro que, en estos días, distribuye en la Argentina la editorial El Ateneo.
“Cuídemelo, por favor”
La admiración de Piazzolla por la orquesta de Troilo es perfectamente comprensible. Troilo había hecho su aprendizaje en algunos de los mejores conjuntos de la década de los años 20 y 30, entre ellos los de Alfredo Gobbi, Juan Maglio y Julio De Caro, y junto con una pléyade de instrumentistas virtuosos. La forma de tocar de Troilo era única, gracias a su notable sensibilidad y amplio repertorio emocional. Fue irrepetible. Su estilo de vida nocturna y su proverbial afabilidad lo llevaron a ocupar más tarde una posición singular entre los fanáticos del tango, quienes iban a escuchar a una leyenda viva, el último mito viviente del tango, como a veces se lo llamaba en la década de los años 60.
Las tardes y nochecitas que Astor pasaba en el Café Germinal le despertaron un deseo abrumador de ingresar en la orquesta de Troilo. Uno de los violinistas de ésta, Hugo Baralis, que integrara el sexteto de Elvino Vardaro, notó un día que Astor estaba tamborileando con sus dedos en una mesa del café y se puso a charlar con él. Se quedó estupefacto al enterarse de que Astor se conocía todo el repertorio de la orquesta de memoria; no podía creerlo. Los dos jóvenes conversaron sobre temas varios: la pesca, las bicicletas, el padre contrabajista de Baralis, los zapatos; Baralis le recomendó una zapatería de la calle Florida. Terminaro pescando juntos en la Costanera. Piazzolla había encontrado al hombre de quien medio siglo después diría que fue “quizás el mejor amigo que tuve en la vida”. Ya sea en el Germinal o en otros sitios, mantuvieron interminables conversaciones sobre la música y los músicos. Astor le insistía a su nuevo amigo intercediera ante Troilo para que le tomara una prueba.
Pronto se presentó la gran ocasión. Uno de los bandoneonistas de Troilo, Juan Miguel Toto Rodríguez, repentinamente cayó enfermo. Era un viernes. Troilo necesitaba con urgencia un reemplazo para sus compromisos del fin de semana. Después de encomendarle a Baralis que le hablara a Troilo, Astor se apresuró en ir a buscar su bandoneón a la pensión. Cuando volvió al café, Baralis había desaparecido y se acercó sin más a Troilo. “¿Así que vos sos el pibe que conoce todo mi repertorio? –le preguntó Pichuco–. Bueno, subí y tocá.” Astor recorrió de oído un amplio repertorio tanguero. En forma elíptica, Troilo le aseguró que había obtenido el puesto: le dijo que iba a necesitar un traje azul, el uniforme que usaban todos sus músicos. Astor estaba tan entusiasmado que tocó la Rapsodia en Blue, de Gershwin, delante de toda la orquesta. “Con eso no le ganás a nadie –le advirtió Goñi, escéptico–; dejá esas cosas para los norteamericanos.”
Una nueva y rigurosa biografía viene a sumarse a los libros ya existentes sobre el autor de Adiós Nonino Gianni Mestichelli
En diciembre de 1939, Piazzolla tuvo, pues, la oportunidad que tanto había anhelado, y se aferró a ella con ambas manos. La orquesta estaba por iniciar una serie de actuaciones en Radio El Mundo. Toto Rodríguez pronto se recuperó y se reintegró, y otro bandoneonista, Marcos Troilo, el hermano mayor de Aníbal, se sumó al grupo al poco tiempo. A comienzos de 1940 la orquesta contaba con nada menos que cinco bandoneones. Astor de pronto se encontró ganando 800 pesos por mes (alrededor de 200 dólares), más que suficiente para vivir. (Juan D’Arienzo pagaba por entonces 1000 pesos, pero Piazzolla jamás hubiera tocado con él.) Y lo más importante era que la orquesta era para él ese pequeño pelotón al que se refiere Edmund Burke, el grupo al que uno es naturalmente fiel y que lo protege y reconforta.
Enterado del nuevo trabajo de su hijo, Vicente tomó la ruta 2 y se fue en moto a ver a Troilo en su propia casa. Comió con él uno de esos platos de pastas suculentos que preparaba doña Felisa, la madre de Pichuco, a quien éste adoraba. “Usted es mucho más grande que mi hijo –le dijo Vicente al director–. Cuídemelo, por favor.” Troilo, que en realidad tenía apenas siete años más que Astor, interpretó el pedido a su manera. Vicente regresó a Mar del Plata en su moto, y a la noche siguiente, Troilo llevó a Astor a una partida de pase inglés en un bar de Avellaneda, que ya por entonces era un suburbio obrero en plena expansión, “tipo el Chicago de los años treinta”, comentó Astor. Troilo quedó atónito ante la habilidad de Astor con los dados y al oírlo contar sus aventuras juveniles en Nueva York. “Vos sos el diablo en persona –le dijo–. Que Dios te salve.”
La sordera de Borges
El año 1965 trajo otro hito: una colaboración con el gran escritor Jorge Luis Borges, que desde principios de los años sesenta había llegado a tener fama internacional. La idea era armar un álbum con algunas milongas y poemas nuevos de Borges, música de Piazzolla y la vocalización de Edmundo Rivero; junto con la música que Astor había compuesto para el cuento de Borges Hombre de la esquina rosada, y que nunca había sido grabada. Aparentemente, fue el compositor clásico Carlos Guastavino quien solicitó a Borges los poemas. Un amigo de éste, Félix Della Paolera, junto con Alberto Salem (entonces director de noticias en Canal 13), organizaron el encuentro decisivo entre Borges y Piazzolla en la confitería St. James de la calle Maipú, uno de los sitios favoritos de Borges. La tarde del 14 de marzo de 1965, Borges visitó a los Piazzolla (para alegría de éstos) en el departamento que ocupaban en la avenida Entre Ríos, acompañado de su madre, la formidable doña Leonor, de 88 años. Borges le autografió uno de sus libros a Dedé (o más bien lo hizo doña Leonor, ya que el escritor estaba casi ciego) y recitó una de sus últimas milongas, mientras Piazzolla tocaba el piano. Dedé cantó tres de las milongas recientemente escritas; pese a su falta de práctica, su voz era agradable, y puedo ver que Borges lagrimeaba.
Con sus padres, su primera mujer (Dedé) y sus hijos (1947)
La grabación tuvo lugar ese mismo año. En los estudios EMI-Odeón, de la avenida Córdoba, Borges escuchó impasible a Rivero grabar la milonga A don Nicanor Paredes, que Piazzolla describió que había sido “compuesta sobre ocho compases de canto gregoriano, resolviendo la parte melódica sin modernismos artificiales, todo muy simple, muy sentido y sincero”. La preguntó al escritor si la música le había gustado. “A mí me gustaba más cómo lo cantaba la chica”, respondió Borges (la chica era Dedé). Cuando apareció el LP, Borges expresó algunas opiniones negativas sobre él, lo cual irritó a Piazzolla. Si Borges tenía alguna preferencia musical (siempre admitía sin pesar alguno su sordera para la música), era por la vieja milonga y no por el tango. No se sabe por qué, pero lo cierto es que le tomó una permanente antipatía a Piazzolla, a quien solía llamar, en uno de sus arrebatos menos inspirados, Pianola. A mediados de la década de los años ochenta, en un programa de televisión llegó incluso a atribuir esas milongas a Gustavino. En una oportunidad se fue en medio de un recital de Piazzolla en Córdoba musitando: “Me voy, como no tocan tango hoy”. Era una opinión compartida en los años sesenta por demasiados argentinos.
Las caras de Astor
Por René Vargas Vera
Casi todo el mundo conoce, gracias al canto, al Piazzolla de Balada para un loco y Chiquilín de Bachín, que hicieron buenas migas con los versos surrealistas del poeta Horacio Ferrer. Los argentinos y el mundo fueron acogiendo después al lacerante Adiós Nonino, ceñidos primero a la historia de la muerte del papá (antes Astor había escrito Nonino, dedicado a su progenitor, del que retomó la idea central) y luego lanzado al mundo en el casamiento de la princesa Máxima de Holanda. También se supo divulgar por años, como cortina del programa televisivo de Bernardo Neustadt, su formidable Fuga y misterio (de la operita María de Buenos Aires), que compitió en prestigio con Libertango y también con Verano porteño, que se escuchó en el Luna Park en versión maravillosa por el grupo del violinista Kremer en el ballet Las 8 estaciones (de Vivaldi y Astor), con coreografía de Mauricio Wainrot. También anduvo rondando por el mundo el tema Años de soledad, gracias al saxo de Gerry Mulligan. Pero hay otro Piazzolla. El de los ya iniciados en sus laberintos. El más inspirado. El más porteño y universal. El que palpita tanto en los quintetos, en su esporádico sexteto, en sus octetos, en su noneto. Es el Piazzolla camarístico. El que también escribió la música más vanguardista para cuarteto de cuerdas. La que interpreta el Cuarteto Kronos.
Hoy, que el tango refulge aquí y en todo el mundo, Astor es el auriga. El que va delante de todos. El que da renombre a un país hoy tan vapuleado.
Sin duda que Astor perdurará en las canciones que escucha todo el pueblo. El Piazzolla de la fama. Pero el del prestigio, el imperecedero, morará entre los músicos, por ser el más excelso. El que trepó cimas a las que sólo acceden los espíritus de los elegidos.
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